“Yo cené un muy gentil
gazpacho,
que cosa más sabrosa no he
visto en mi vida.”
(Vicente Espinel – La
vida del escudero Marcos de Obregón)
Com
després de la recepta m’extrendré bastant, i el gazpacho és un plat que no
necessita presentació, seré breu: m’encanta.
El gazpacho ve de lluny, es va estar
gestant des de temps remots, i és conseqüència de diferents aportacions de
moltes cultures i civilitzacions que van poblar el sud d’Espanya. Els romans,
els àrabs i, més tard, l’aportació del tomàquet i del pebrot, arran del
descobriment d’Amèrica, van contribuir a la creació d’aquest plat.
Per a mi, el gazpacho és estiu. Un sol
glop, i sigui on sigui, em ve el regust de platja i sol. A casa, a l’estiu,
quan som de vacances a La Selva de Mar, el que més m’agrada és tornar de la
platja i veure’m un got del deliciós gazpacho que fa la mare.
Avui, amb les seves indicacions (tot i que sempre
fa el gazpacho a ull) i seguint la recepta d’un llibre que fa temps
que tinc i que m’encanta, però que no havia fet servir encara –Gazpacho d’Alberto Herráiz-, amb algunes
variacions, he fet un gazpacho espectacular.
Per
fer-lo, es necessiten els següents ingredients:
- 1 kg de tomàquets madurs
- 150 gr de cogombre
- 95 gr de ceba tendre
- 200 gr de pebrots verds
- ½ pebrot vermell (no l’he pesat, però era un senyor pebrot)
- 1 all (sense l’ànima)
- 60 gr de pa (jo he posat de motlle de farina mòlta en molí de pedra i sègol)
- 4 dl d’oli d’oliva verge extra
- 1 dl de vinagre de Jerez
- 0’7-0,9 litres d’aigua (depèn de com de madurs eren els tomàquets)
- Sal i pebre
Primer de tot, és molt important rentar bé
totes les verdures, tallar-les totes a trossos no gaire grans i posar en un
bol.
Després, s’ha de posar el pa en remull amb
el vinagre. Jo us poso la mida que indicava la recepta, però normalment es fa a
ull i s’afegeix tant vinagre com admeti el pa.
Deixem reposar una mitja hora perquè el pa
quedi ben empapat i el posem també al bol; s’ha d’afegir també la sal i el
pebre i la meitat de l’oli i deixar a la nevera, que reposi unes 12 hores.
Passada l’espera, es tritura tot junt i
s’ha d’emulsionar amb l’altre meitat de l’oli i amb l’aigua fins que sigui al
punt amb la textura que us agradi. I es cola bé perquè no quedin pells.
S’ha de servir ben fred, així que abans de
servir, millor estar unes hores a la nevera.
Tenia varies idees per acabar el post,
però al final m’he decidit per transcriure-us, literalment, tot i que sóc
conscient de la llargària del text, la introducció íntegra del llibre que us he
comentat, escrita per Òscar Caballero; la veritat és que mai havia llegit un
text així en un llibre de cuina. Diu així:
“El gazpacho es un gazapo de la historia:
casposo etimológicamente, cuando debiera ser hijo dilecto de esta
post-pos-modernidad vegetariana, crudívora, algo nipona, pelín bulímica.
Cantemos:
Todo
gazpacho
pasado
fue peor.
Y
casposo el pasado:
con
Franco
callábamos
mejor.
Casposa era la vida: botijo de su madre. Y
el gazpacho, que vaya a usted a saber qué aceite, qué vinagre. O mejor no vaya.
Mejor lea.
Francisco del Rosal, pionero –estimó lógica
la investigación etimológica-, omite el gazpacho, a pesar de que era cordobés.
Y pretencioso: titula los cuatro volúmenes Origen
y etimología de todos los vocablos de la lengua castellana. Espinas del
Rosal. Inventó en cambio el jamón gavacho (<<gavacho quiere decir
serrano...del hebreo, que a los lugares altos y mortuosos llamó
gabaçá...>>).
Casualidad o sino es del químico flamenco,
Francisco del Rosal murió en 1611. Es año, justamente, aparece justamente,
aparece gazpacho en castellano, de acuerdo con Joan Coromina, quien define:
<<en portugués, caspacho. Origen incierto, quizá deriv. Mozárabe del
prerromano caspa, residuo, fragmento (de dónde el castellano caspa) por alusión
a los pedacitos de pan y verdura que entran en el gazpacho>>.
Francia escribe gaspacho. Acaso porque en francés gaz es gas. Gas entró al diccionario castellano en 1817. Pero el
término -¡olé tus creaciones!- J.B.van Helmot, fallecido en 1644, quien se
inspiró en el latín chaos, caos.
¡Bien! El gazpacho: puro caos.
Y eso que la idea –el concepto se dice
ahora- es clara. Aunque la Seguridad
Social no lo reembolsa, el gazpacho es dietética de base: grasa vegetal,
acidez para combatir calores e
infecciones, hidratos de carbono. Y vitaminas.
Pero es un marginal de la cocina, que por
ella podría no existir siquiera. Tampoco es un plato. Y denominarlo sopa es
herejía semántica. Tan desagradable para la estética del idioma como llamar
caldo al vino. El caldo es caliente; la sopa también. Y suculenta: truculenta
treta básica de la pobreza. Y contra el hambre. Plato único. Grasa caliente
sobre horma de pan. Migas. Gachas para que te agaches un día más. Aquella sopa
era comida sin conversación, de cocina mal iluminada, sustento de los personajes
del Angelus de Millet, confundidos en
el cuadro con las bestias, con las que además dormían, recuerdo de una
temporada en invierno. Reliquia de seis siglos de miseria.
Ni se le ocurra pedir ayuda al gabacho:
<<potaje español a base de pepino, tomate y cebolla, de pimiento y de
miga de pan, relevado con ajo y aceite de oliva –dice el Larousse Gastronomique de 1996, cuyo comité presidió Robuchon quien
debe haberse quedado el vinagre-, que se come frío>>. ¡Ay! El pollo
también se puede comer frío. Pero no crudo. El gazpacho no es que se coma frío,
es que no se cocina.
Eso sí: gracias al Larousse el francés medio conocerá el gazpacho de Segovia
-¿subproducto del acueducto?-, <<perfumado con comino y albahaca y
montado sobre un fondo de mayonesa>>. Y ¿a quién pide la receta Larousse? Porque el Sena pasa por París,
la levanta del Livre de Cuisine de
Alice B. Toklas, sufrida esposa de Gertrude Stein (<<a gazpacho it’s a
gazpacho it’s a gazpacho…>>).
Un Gaspacho
de Séville. Sin vinagre, naturalmente.
El gazpacho es comida de labriegos pero
comunitaria, de campo. Para hacer unas risas y trabajar todavía. No han llevado
más que aceite: agua y vino avinagrado, en dos botijos; las verduras, de por
ahí. Y la mano del almirez en la mano del que aquel día está más puesto.
Aquello alimenta. Pero es y no es comida.
¿Una ensalada líquida? ¿Una menestra
líquida? ¿Un all i oli, un ajoaceite
en perpetua expansión como el Universo? ¿La extensión del dominio de la hucha?
¿Es acaso un kit de astronautas, de cuando los viajes espaciales salían de
Palenque o más bien aterrizaban allí? ¿Un cóctel? Seguramente. Y cultural.
Caspos prerromano, aceite árabe, vinagre del vino griego. Así permanece algunos
siglos: artificio contra el calor que quita el hambre. Contra la pobreza que
impide quitarlo; que quita el hombre.
Y en eso llegó Colon.
Escribamos colon: más que la geografía, el
avistamiento de la Hispanolia
trastornará el intestino común europeo.
América tiñe de rojo el sur de Europa. El
descubrimiento trae tomate: Hernán Cortés no quita lo valiente; rojo de sangre
de sacrificios aztecas, sacrificó aztecas. Importaba un pimiento.
¿En qué pizarra escribió tomate Pizarro? Los
cronistas ignoran el nombre quechua; se quedan con el nahuatl: tomatl. Pero basta con que andes al pie
de los Andes, todavía hoy, para tropezar con tomates pequeños, esos que ahora
reinventó Europa. Tomate cereza; es decir, el original: Lycopersicon esculentum –l latín: comestible-, variedad
cerasiforme. En Perú y Bolivia crecen desde siempre –crecer es la palabra
impropia: racimos horizontales. Huella-. De allí habría viajado a México, donde
lo domesticaron.
En México fueron planta ornamental. Para
Italia, poma d’amore. Pomme d’amour en
Provenza. Pero todos desconfiaban de aquel primo de la mandrágora. Salvo
Andalucía: lo encontró tan pinturero que pintó el gazpacho.
Cataluña prefirió un gazpacho sólido: el pa amb tomàquet, que sólo carece de
vinagre. En 1875, en Pensilvania, el inmigrante alemán Henrich Heinz parte de
base gazpachera, tomate y vinagre, y transforma el catsup indio, soja y vinagre, en Ketchup universal.
Pero lo que aquí cuenta es que, poco antes
de que Goya enrojeciera la muleta por capricho de pintor, artista tomate
–ancestro vegetal de Tomatito- le dará su toque de color al gazpacho. Como si
aquello les importara un comino, los conservadores –no los conservantes- lo
arabizan. Habrá en adelante gazpachos más pálidos y de más intenso color.
El inefable Joan Ollé, cliente de la Ideal
de Barcelona y durante el día ¿abogado? ¿notario?, imprimía tarjetas con su
nombre y título. Y abajo, como en la placa de la puerta: <<Gazpacho de 5
a 7>>.
Por entonces (Europa no estaba en España y
viceversa), Cleo de 5 a 7 era un
filme francés, el lapso del amor adúltero. En aquella España en la que el sexo
no era pecado sino milagro, el académico de humores José Luis Coll, atravesaba
la noche madrileña, después del espectáculo, aunque el espectáculo solía venir
después. En su coche, un termo con gazpacho.
Tímido, el gazpacho no pasaba todavía la
frontera. Sólo una vez, invitado por la nouvelle
cuisine que lo disfrazó de salsa de bogavante, en Niza –Jacques Maximin- y
en Burdeos, por la nostalgia de Francis García.
Los exiliados disimulábamos con un ersatz: el Bloody Mary, otro hijo del tomate, jitomate, sacudido por primera
vez tras la barra del Harry’s Bar pariense en 1919.
Gazpacho
madrileño de la calle Victoria, taurino.
Salmorejo
de Córdoba poco antes de ser corneados por un rabo de toro a las cinco en punto
de la tarde con cuarenta grados a la sombra.
Ajo
blanco y sus uvas, en Málaga, de paso para una riña de gallos clandestina en
Sanlúcar.
Un
gaspashito en casa de los Peralta, entre una y otra vaquilla.
Gazpacho
a la medida de cada cual, expresión absoluta del gusto, malo y bueno.
Y
en Sevilla, tantos gazpachos como neveras.
En fin, los tomates a la provenzal disimulan
el préstamo de pan, tomate y aceite con un feroz golpe de horno. Y ya no.
Porque si algo define al gazpacho, no es el tomate ni el pan ni el ajo ni el
vinagre ni el aceite. No lo define lo que lleva, sino lo que soslaya: el fuego.
Reivindicación de lo crudo, el gazpacho es
anterior al sushi, anterior a la cocina. Y aunque lo sirvan al principio de las
comidas, el gazpacho no es entrada ni salida. Es la tapa por excelencia. Hasta
el punto de que puede prescindir del fuego, del cocinero, del plato. Y del sommelier: en el gazpacho, lo comido por
lo bebido.
Ante tan inexplicable fenómeno, los
cocineros –que no en vano llaman recetas a sus fórmulas, se agrupan en brigadas
y obedecen al chef-, intentaron derridar –deconstruir- la espontánea
construcción. Y hacernos luz de gas/pacho.
Furiosos ante el monopolio tomatero
reaccionaron como los napolitanos con su pizza blanca: prefirieron llamar
gazpacho al ajo blanco; matarlo de sed para que, rojo de sofoco, se quedara en
salmorejo. Aludir a sólidos gazpachos; quijotes de manchuelas.
<<La luna de verano reparte
gazpacho>>, susurra Don Ramón, gregario. Pero los cocineros no están para
greguerías. Como Pierre Ménard que con la pluma de Borges –y no me refiero al
aceite- reescribió el Quijote,
deciden reinventar el gazpacho.
Pregunta el lector: <<El codificador
del nuevo gazpacho ¿en qué rincón de Andalucía se oculta?>>.
Erráis, lector, respondo: Alberto Herráiz
pare sus gazpachos en París, autorizado a trashumar fuera de casa, desde 1977,
por el Fuero de Cuenca de Alfonso VIII.
Por sus gazpachos los cocinaréis: Herráiz
gazpachea desde que el 21 es siglo, frente a la iglesia de Saint Julien le
Pauvre, rica en frecuentaciones. Rabelais, por ejemplo, digería en sus bancos,
en estado de gracia traspuesta, sus pantagruélicas tenidas.”
(Óscar Caballero)
Una entrada sensacional.... molt interesant el text.
ResponEliminaPer mi el gaspatxo, també significa estiu, perquè serà?
Petons!!
Gràcies!! La veritat és que és un text sorprenent!! No m'esperava un pròleg així!! Ptons
ResponElimina